Y para comenzar, os dejo con los primeros dos capítulos de la novela, ya próxima a lanzarse el día 24 de enero de 2013, durante la 31 feria del libro de Viña del Mar.
Que los disfrutes.
Aniel
Bifrost
El
Cisne de hielo
ЕЛ
СИСНЭ
ДЭ
ИЭЛО
Puerto
de Escape
2013
Índice
Prólogo
А
1 La heredera de los misterios
Б
2 El emblema del cisne
В
3 Enseñanzas nocturnas
Г
4 El huevo enjoyado
Д
5 Rosas azules
Е
6 Travesía en el barco de la muerte
Ж
7 La bailarina hechizada
З
8 La reina Lorelei
И
9 El terrible capitán Sangre
Й
10 Desayuno en Estocolmo
К
11 Amantes de la noche
Л
12 Tierras exóticas
М
13 El llanto de una balalaica
Н
14 Hija pródiga
О
15 Hogar lejos del hogar
П
16 La princesa taimada
Р
17 La bailarina maldita
С
18 El corazón de Natasha
Epílogo
A Ligia,
la
bailarina que danza en teatros de dimensiones etéreas,
sobre la
palma de Dios,
donde
nadie la puede alcanzar.
Prólogo
Shk… Shk…
El sonido de la pala dándole de tarascones a la tierra estéril
acapara mi atención. Es que más allá, todo parece ser oscuridad y
silencio. Pero la monotonía puede relajarme, como el soporífero
siseo de la lámpara de gas.
El rostro
viejo del sepulturero, con su medio acabado cigarrillo en los labios,
me hace sentir que aquí no ocurre nada espeluznante; me hace olvidar
que estoy temblando. El hombre realiza su trabajo como el hábito de
lavarse los dientes, y con mucho más ahínco, pues para ello muy
bien se le ha pagado, y para no pensar siquiera en la razón que ha
traído a este par de jovencitas a un cementerio como este en medio
de la noche.
Natalia
está como ida, sus ojos excelsos no dejan de taladrar la fosa, como
si pudiera ver lo que esconden sus entrañas, y se posan una y otra
vez en la inscripción de la lápida. Yo… no entiendo esos
carácteres… rusos.
—¿Qué
dice…?
—Dice:
“Natasha Alexandrovna Velyevskaya* (1898-1918). El
Cisne de hielo”.
—Pero…
Entonces, ¿quién está aquí?
—Yo
—responde mi compañera, con ese acento siniestro que más cruel
parece al pronunciarse con esa boquita rosa.
Y
ahí está, a mis espaldas, eternamente hermosa. Me pone una mano
enguantada en el hombro; me pide que me calme, que no tenga miedo,
que pronto todo llegará a su fin. Es un gesto apreciable viniendo de
ella. Pero no quiero mirarla; no quiero ver su antigua belleza y sus
ojos espectrales brillando como los de un gato. Y su piel, lozana y
pálida, antinatural. Si la miro bien, veo la verdad. Los cosméticos
no hacen más que acentuar la paranormalidad de su rostro. Parece más
bien una de esas estilizadas caricaturas femeninas del animé
japonés. Ya sé que jamás me hará daño, pero nunca terminaré de
acostumbrarme a su presencia. Sé, sin embargo, que el no sentirla a
mi lado sería frustrante; frustrante el razonar y caer en la idea de
que ella sólo ha sido alguna especie de ensoñación. Entonces,
¿cómo podría tener alguna irrefutable prueba de magia? Y a decir
verdad, también he llegado a quererla.
Mi vida ya
no será la misma; todo cambió con ella, aquella noche en que se me
apareció.
————————————————————————————————————
*Natasha
Alexandrovna Velyevskaya:
Tanto en Rusia como en otros países de la ex URSS y de Europa
oriental, después del nombre de pila y antes del apellido de familia
(paterno) se usa un patronímico correspondiente a un derivado del
nombre de pila del padre. Ejs: Ivanov = hijo de Iván, Alexandrovich
= hijo de Alexander. O en el caso femenino: Ivánova = hija de Iván,
Alexandrovna = hija de Alexander.
Por
lo mismo, además, todos los apellidos rusos, que en su gran mayoría
deben su origen a un patronímico, se usan con diferenciación de
género masculino/femenino según el sexo de la persona que lo lleva.
Ejs: Kurnikov/Kurnikova, Kórsakov/Korsakova, Plisetsky/Plisetskaya,
Velyevsky/Velyevskaya.
Apellido
materno, no se usa.
А
1
La
heredera de los misterios
Mi abuela
puso el grito en el cielo cuando le dije que quería ser bailarina
clásica. No porque ella despreciara la vocación artística, sino
porque tenía la extraña idea de que el talento estético estaba
influenciado por fuerzas malignas, y muy en especial la danza.
Desde muy
niña yo sabía bien que lo que más deseaba en la vida era bailar. Y
la abuela, viéndome jugar a la bailarina frente a un espejo, nada
decía, pero ponía la cara larga, con un brillo de tristeza en los
ojos; yo no sabía por qué.
Yo quería
mucho a mi abuela Tatiana, pero nunca pude entender esa extraña
manía suya; esa enfermiza superstición, por la cual todos la
rehuían.
Era muy
religiosa, pero ni la iglesia en nuestros tiempos sale a la caza de
brujas y demonios. En su casa de Inglaterra, tenía un verdadero
arsenal para enfrentar a los malos espíritus: crucifijos de todo
tipo y tamaño, santitos, botellas de agua bendita, guirnaldas de ajo
y estacas de madera para los vampiros, una vieja carabina cargada con
balas de plata para hombres-lobo y un sinfín de otros artilugios,
con los cuales, según ella, podía dormir tranquila.
Pero, ¿qué
podía hacer ella contra los anhelos de una niña? ¿Y qué podían
hacer sus amuletos contra el paso del tiempo? Tarde o temprano el
tiempo nos vence a todos.
A mi abuela
el tiempo la venció una tarde de otoño mientras, como de costumbre
ojeaba su biblia ortodoxa. La habían encontrado sentada a la mesa,
en su casa de Hampshire, con una media taza de té frío. Simplemente
se había desprendido de la vida como otra hoja seca que se desprende
de las arboledas de aquella triste estación.
Tuvo un
breve funeral, no había necesidad de prolongarlo. Sus más cercanos
se habían marchado mucho antes que ella, llevándose las cosas y la
vida que ella había amado.
Tampoco
había razones para tentar a los buitres de siempre. Las posesiones
de la abuela, salvo su desvencijada casona, eran sólo recuerdos y
una pila de chucherías.
Yo no
quería ir a la lectura del testamento. No quería apenarme. Deseaba
quedarme en Nueva York, acudir a mis clases de danza y lo demás.
Pero no podía cerrar los ojos, no podía ignorar su última
voluntad, como ya había ignorado tantas otras. Se lo debía.
No fue
sorpresa, entonces, que siendo su nieta única y el consuelo de
muchos de sus años de soledad, me heredara su casa en fideicomiso, y
sus objetos personales, en los que nadie se interesaba, pues no usaba
más joya que un antiguo crucifijo ortodoxo de plata. El destino de
su modesto guardarropa fue la caridad. Los muebles del comedor los
legó a la tía Helena y el gran reloj de la sala a papá; los
cubiertos fueron para fulano y la porcelana para zutano. Y el dinero,
bueno, el poco dinero, como era de suponer, fue dividido en partes
iguales para cada uno de los citados.
Y así,
todo se llevó a cabo, sin faltar, porque nunca faltan, los
refunfuños de algún desubicado. Y finalmente cada cual se marchó
con lo suyo. Ya no había más que hacer.
Papá, tras
despedirse de mí y de la tumba de su madre, regresó a atender su
ferretería de Chicago. Yo, por mi parte, me quedaría un par de días
más, para arreglar esto y revisar aquello.
Al quedarme
sola por fin, pude dialogar en la intimidad con la abuela. Con sus
objetos y con el silencio de su sepulcro. Había sido su voluntad que
se la sepultara junto al abuelo George, y ambos estaban bajo el viejo
roble.
Pero ahora,
¿qué haría yo con los artefactos de ella?
Tras una
laboriosa reflexión, decidí que la mayor parte de esas cosas iría
a parar a una tienda de curiosidades, salvo los pequeños tesoros que
me la recordaban, los que tendrían el melancólico pero digno
destino del valor sentimental.
Así,
pues, vistiendo unos gastados jeans
y una camisa de franela, revolví la casa, identificando esto,
embalando aquello. Me sentí como una cazadora de gnomos, que no eran
más que fetiches de un tiempo perdido que jugaban a esconderse,
traviesos e ignorantes de que su dueña se había marchado para
siempre.
El añoso
reloj de la sala, el que papá había dejado en su sitio (como si el
sólo tocarlo fuera un sacrilegio), me anunciaba, con sus profundas
campanadas, que ya era media noche. “La hora de los espectros”,
decía la abuela. Y el día se me había ido como por arte de magia.
¿Por qué
la abuela no tenía un buen cucú suizo como el resto de las abuelas
europeas? ¿Por qué esas campanadas tenían que ser tan
horripilantes? No es que estuviera asustada, no había razón para
estarlo. ¿Qué podía tener de peligrosa la apacible campiña
inglesa? Si esta gente había inventado un montón de leyendas para
tener de qué asustarse. Si quieren peligro, pues vayan al Bronx, y a
pleno día.
Sin
embargo, me arrepentía de haber dejado el ático para el final.
Según recordaba, éste era el lugar más lóbrego de la casa. Y
según recordaba también, aquí estaba... eso. Eso, que de todas las
cosas atraía más mi curiosidad pueril. Lo busqué con la mirada,
entre un montón de trastos polvorientos. Y de pronto, ahí estaba,
medio oculto por un biombo viejo. El baúl de la abuela, el lugar
donde guardaba sus más íntimos recuerdos.
No encendía
la bombilla eléctrica. Seguro estaba fundida. Por lo que el sitio
estaba parcialmente iluminado sólo por los rayos lunares que se
metían por la ventanilla.
Fui por una
linterna y una herramienta para forzar la cerradura del baúl (de la
llave ni hablar). Al abrirlo, tuve como una sensación de haber
abierto una puerta a otro mundo, una puerta que tal vez jamás debí
haber abierto. Una puerta hacia el pasado, y hacia el descubrimiento
de una historia jamás contada. Una historia que al fin, nadie podrá
creerme.
Ahí
estaban sus muñecas de porcelana, y el cascanueces con el que de
niña yo jugaba a ser Clara.
Pero habían otras cosas; cosas que no había tenido ocasión de
conocer: un par de volúmenes forrados en cuero, una bolsita de tela
bordada y una cajita de latón, que contenía dientes de leche
(obviamente, también los míos).
El más
pequeño de los libros parecía ser un diario. Aun si no hubiera
estado escrito en ruso, no me habría atrevido… El otro, el grande,
acaparó toda mi atención. Se trataba del álbum fotográfico de la
familia de la abuela, la familia Velyevsky. Aunque antiguas, las
fotos eran claras y dejaban entrever la pompa y el romanticismo de
otra época.
La abuela
hablaba poco de sus padres y de su vida en la Rusia de antaño. Algo
sabía yo de ellos, aunque casi nada de sus hermanos: un hermano
mayor y una hermana, en el retrato familiar. No podía distinguir
cuál de las dos chicas era la abuela. Eran tan jóvenes y se veían
tan felices. Era una familia hermosa, o más bien, lo había sido.
Pero se notaban tan ajenos, tan lejanos en el tiempo. Mas, si los
miraba con detenimiento, veía vida en sus ojos, y sueños; me veía
a mí misma, tal vez.
Y olvidé
todo lo demás, mientras sentada en el suelo del ático, me daba a
ojear esas fotografías. Y entonces, al volver una de las páginas,
hice un descubrimiento sorprendente. Una de las hermanas ¡era una
bailarina! Me quedé boquiabierta. Era la foto de una espléndida
bailarina, altivamente erguida de puntillas en un pie.
Las
preguntas se agolparon en mi mente: ¿Quién era ella? ¿Qué hacía
esa foto en el álbum de la abuela? ¿Qué había sucedido?
Como era
imposible arrancar respuestas de la nada, me quedé contemplando la
imagen, deseando ser ella.
Entonces,
algo me arrancó violentamente de mi ensoñación. La sentí
claramente: la risilla burlesca de una joven. ¡Alguien me observaba!
Y un súbito frío me recorrió el espinazo. Deprisa, dirigí el haz
de la linterna hacia la ventanilla, sólo para captar el rápido
movimiento de una sombra allá afuera.
Ahora,
estaba realmente asustada. Tomé la carabina de su sitio en la
chimenea, y armándome de valor salí de la casa.
Era una
noche clara, sólo los esqueléticos árboles la manchaban con sus
sombras atroces, y ese frío no era propio de la naturaleza, ni del
miedo. Ese frío no era normal, no era físico; eran ondas heladas
que provenían de un lugar bajo el viejo roble.
—¿Quién
anda ahí? —pregunté, más envalentonada por el miedo que por el
valor.
Y al
acercarme más, la vi. Era una mujer vestida de negro, coronada con
un luminoso cabello ensortijado, que escapaba generoso de un tocado a
lo Scarlet O’Hara. Al volverse hacia mí, noté que su piel era
extremadamente blanca, ¡como la de un fantasma!
—¿Quién
eres? —insistí aterrada, con el arma temblándome en las manos. No
tenía intenciones de disparar, y el viejo fusil, realmente, ni
siquiera estaba cargado. Sólo quería amedrentar, pero la
amedrentada era yo.
Un velo
cubría la parte superior de su rostro, haciéndola aún más
enigmática, y ese vestido, como el de Morticia Adams, la hacía
parecer tan tétrica como el mismo ángel de la muerte; tal vez, eso
era. Ni siquiera se inmutó al verse encañonada. Por el contrario,
con movimientos muy finos y elegantes, se inclinó y depositó una
rosa blanca ante la más reciente de las lápidas. Después, se
levantó y se dirigió a mí. No parecía un ser vivo, muy por el
contrario, ella era como una sombra pintada sobre el vacío por una
fuerza extraña y, completamente ajena a la vida. ¡Y esos ojos! No,
jamás había visto colores semejantes. Jamás había visto
resplandor tal. Su mirada me sedaba, me fascinaba, pero a la vez,
incrementaba mi pavor, hasta el punto de hacerme gritar y correr.
Pero no podía. Nada podía hacer, yo estaba como paralizada. Y de
repente, la tenebrosa mujer, sin más, pegó la vuelta y desapareció
como un rayo negro.
Con nadie
hablé del asunto, jamás.
Al día
siguiente empaqué y me fui. Nada en el mundo podría persuadirme de
pasar otra noche sola en aquel lugar, sobre todo, después de
encontrar esa rosa blanca en la tumba de la abuela esa misma mañana.
No, lo
ocurrido no había sido un sueño, ni algo por el estilo, y por lo
mismo, me negué a seguir pensando en ello, decidida a olvidarlo.
Pero yo ignoraba completamente que el asunto no terminaría ahí.
Ignoraba que esto era sólo el comienzo.
Sólo
después de encontrarme cómodamente sentada a bordo del primer vuelo
de British
con destino a Nueva York, vine a recuperar la calma añorada,
mientras los colorados vestigios del crepúsculo encendían por un
momento la hilera de ventanillas a un costado de la nave. Más
adelante, una sobrecargo, habiéndose perdido la señal televisiva de
Londres, ponía un vídeo en el sistema de la pequeña pantalla de
cine. Algunos hombres rezongaron al desvanecerse la transmisión del
partido del Glasgow Rangers versus Real Madrid, pero muchos chicos
también se alegraron, al comenzar una de esas películas de
Shwarzenegger que yo ya había visto un par de veces.
Todo estaba
en calma. Entonces, abrí mi bolso de viaje con el fin de registrar
lo que allí había metido con tanta premura. Buscaba el álbum de
fotos, y mis manos tropezaron con la bolsita bordada. La estrujé y
sentí algo similar a un paquete de cigarrillos en su interior. Qué
extraño, la abuela no fumaba. Encendí la lamparilla del panel sobre
mi cabeza para ver de qué se trataba. Era un montoncito de viejas
cartas amarillentas, y… y… unas zapatillas de… ballet, raídas,
pero aún así, limpias y bien conservadas.
Abue se
había marchado, dejándome totalmente intrigada, y en realidad, yo
había heredado un misterio. Algo había ocurrido en su vida, algo
que quiso ocultar, algo que… Abrí el álbum y con él, una cápsula
del tiempo en la que, entre otros, residía aquella bailarina
inmortalizada en el esplendor de su gloria y juventud.
Pequeñas
grandes cosas habían sido siempre mis mejores amigas. En los
momentos de soledad, venían en mi ayuda, alejándome de un mundo
presuroso y tecnificado que se hacía cada vez más cruel y
despiadado. Un mundo en el que la gente se convertía en números, y
hasta una sonrisa se compraba o vendía al mejor postor.
Ahora, la
bailarina sería mi nuevo ídolo privado. Y tras dirigirle una mirada
cómplice, destapé la botella y bebí un gran sorbo de mi yogurt
dietético. Estaba helado. ¡No..., no era el yogurt! ¡Era ese frío
otra vez! Pude reconocerlo ¡Ese ser, estaba allí, dentro del avión!
¡Ella!
Mi piel
estaba erizada, mis manos sudaban. Recorrí con la mirada los
corredores y las cabezas de quienes dormitaban en sus butacas. Era yo
al parecer, la única consciente de aquel frío supradimensional, que
a la larga, parecía ser producto de mi propia imaginación. Pero no,
me negaba a creer que me estaba volviendo loca.
—¡Qué
linda! —dijo una melodiosa y juvenil voz femenina.
—¿Eh?
—¡Qué
linda…! ¡La fotografía! —me decía la pasajera de un asiento
contiguo.
—¿Mm…?
—Ah.
Zdravstvuite,
dobry vecher.
—Disculpe,
me toma por sorpresa, no entendí lo que dijo.
—A
juzgar por la remisión de esos sobres, pensé que eras rusa; pero ya
veo que no.
—No,
no lo soy. Perdone usted, es que estoy un poco nerviosa… Ah…
Y al fijar
la atención en mi interlocutora, vi que se trataba de una
deslumbrante y grácil joven.
Tenía
un hermoso cabello castaño claro, muy dorado, que lucía con un
peinado estilo María Antonieta. Su tímida mirada, al fijarse,
parecía intensa y coqueta, medio oculta tras unas gafas jack.
Y su fina y respingona nariz, así como el armonioso conjunto que
formaba con el resto de su cara, de prominentes pómulos, no dejaban
lugar a dudas de que se trataba del vivo ejemplo de un suculento
manjar para los lentes de Voge
o Cosmopolitan.
—¿Nerviosa
por qué?
—¿Usted
no siente frío?
—Mm…
No. ¿Debería? Tal vez te hace falta un café caliente, o mejor aún,
un buen trago de vodka —dijo, esbozando una sonrisa de lo más
cómplice, que, de paso, me arrancó una risilla. Y ese acento, sí,
tan familiar; un acento como el de la abuela.
—¿Viajas
sola? —preguntó.
—Sí,
¿y usted?
—Yo
hace mucho que viajo sola. ¿Te molesta si ocupo este lugar?
—No,
claro que no.
Y
ella se instaló en el asiento que hasta entonces nos separaba. Así,
pude tener una visión más plena de su figura. Llevaba puesto un
jersey
de mullido y largo cuello, de un casimir tan inmaculado como la
nieve. Y su falda escocesa, de vivos tonos anaranjados, revelaba un
increíble par de piernas, que no pude evitar envidiarle. Y eso que
me gastaba horas ejercitando las mías en la academia.
—Y
supongo que usted sí es rusa, ¿no?
Ella hizo
un gesto leve, enfocando su mirada lejos del asunto, como buscando
pensamientos perdidos.
—Alguna
vez lo fui, da.
Nací allá, pero las circunstancias me obligaron a abandonar mi
patria. Ahora soy ciudadana del mundo, como dicen los
librepensadores.
De pronto,
extendió la diestra hacia mí. Tenía puesto un lustroso par de
guantes de piel de serpiente, y curvaba la mano como si esperara a
que se la fueran a besar.
—Natalia,
Natalia Swan* —dijo, presentándose a lo James Bond.
Era obvio
que se había cambiado el apellido. Con eso de la guerra fría, no
era de extrañar que muchos odiaran a los rusos.
—Megan,
Megan Mackalister.
—Tanto
gusto, Megan. ¿Y, quién es ella? —preguntó la amistosa chica,
indicando la fotografía que había estado admirando.
—Es
lo que también me gustaría saber a mí.
Y
le conté la historia, exceptuando, claro está, lo
obvio.
Ella me
escuchó con atención, agregando siempre un: “Oh, ¿de verdad?”,
o un: “¿Si?” Parecía muy interesada en conocer todo sobre mí,
y se mostró emocionada al saber que yo estudiaba danza clásica, lo
que nos llevó de vuelta a la foto.
————————————————————————————————————
*Swan
(Ing.)
=
Cisne
—Y
tú quieres saber quién es ella, o, mejor dicho, quién fue. A ver,
¿me dejarías que la viera de cerca?
Con el
álbum en sus manos, comenzó a murmurar: “Oh, sí, mm… sí”. Y
finalmente, dijo:
—¡Sí,
es ella! ¡¿Cómo no la reconocí antes?!
—¡Qué!
—Es ella,
Natasha Alexandrovna Velyevskaya.
“Sí,
femenino de Velyevsky”.
—Pero...,
¿cómo sabes de ella?
—Mi
madre, que en paz descanse, coleccionaba afiches y fotos de las más
grandes bailarinas de Rusia, desde Ana Pavlova a Maya Plisetskaya. Y
me contaba las historias de cada una de ellas. Mi madre sabía mucho
del ballet. Es que el pueblo ruso es muy amante de su cultura, y ella
no era la excepción; y a decir verdad, yo tampoco. Estoy realmente
asombrada —continuó diciendo—, estoy hablando con una
descendiente de una de las más grandes bailarinas clásicas de
Rusia.
—Yo…
yo… yo misma estoy asombrada, no lo sabía. Mi abuela nunca me
habló de ella; mi abuela odiaba el ballet, no entiendo el porqué.
No sé qué ocurrió.
Percibí
que Natalia volvía a hacer ese gesto, como evadiéndose de la
situación.
—¿Qué
ocurre? ¿Usted sabe algo?
—Eres
muy perceptiva, Dorogaya.
Algo ocurrió, ciertamente. La historia de Natasha, de todas, es la
más extraña. Su vida fue alimento de una leyenda que circuló por
ahí; una leyenda que el pueblo ruso prefirió olvidar. El caso es
que una noche, cuando Natasha se alzaba como la más grande de todas,
justo al final de El
lago de los cisnes,
ella simplemente desapareció, sin dejar rastro. Tus bisabuelos
enloquecieron buscándola. Se dijo que, cegada por una pasión,
Natasha había huido con un desconocido amante, y que en realidad…
Oh.
—¡Qué!
—No,
disculpa, me dejé llevar. He sido una torpe indiscreta. Tú no debes
escuchar esas cosas. Se trata de tus antepasados, después de todo.
—Por
favor, dime, ¿qué fue lo que pasó?
—Bueno,
se dice que en su afán perfeccionista, ella hizo… pacto con el
demonio. Pero no hagas caso a esas estupideces. Dorogaya,
sólo debes tener bien claro que Natasha fue una de las mejores; no,
mejor dicho, fue la mejor, aunque su nombre fuera prácticamente
borrado de la historia del ballet ruso. Lo demás, son bobaliconas
que inventó la gente ociosa. Y tú, mi Dorogaya
Megan,
seguirás sus pasos y te convertirás en la mejor del mundo —decía
esto último agarrándome fuerte las manos.
Yo me
sonrojé; no era para tanto, pero por complacerla, le seguí el amén.
Era difícil decepcionarla, al notar su intensa mirada tras los
cristales ahumados, como si me dijera: “O sino…”
Mi
charla con Natalia se hizo muy fluida y amistosa. Me alegró tener su
compañía. Con ella había olvidado ese tétrico frío. A juzgar por
su aspecto, no tenía más de dieciocho, pero, sin embargo, no me
atreví a tutearla hasta que me lo permitió. Es que tenía un “no
sé qué”, un cierto garbo, un aire de gran dama. Sus movimientos
de manos, sus gestos y su educada dicción, dejaban en claro que se
trataba de una joven de familia aristócrata; tal vez alguna
princesa. Aunque su hermosura decía que más bien era una modelo
famosa, o una estrella de cine; fue esa la primera impresión que me
dio con esas gafas oscuras. No obstante, era muy culta. Probablemente
era lo primero. Y aunque me pareció un tanto frívola, desde aquel
momento sentí como una atracción, como una fascinación por ella...
La sensación de haber conocido a alguien fuera de lo común, y lo
que más me subyugó fue que ella sentía algo similar por mí.
El resto de
la noche habló de cosas fascinantes que había visto aquí y allá,
porque era prácticamente una viajera empedernida.
Pero
también noté desde aquél primer momento, su gran vacío y soledad.
“Eres muy perceptiva Dorogaya”,
me había dicho. Pero yo ignoraba tanto.
Antes de
que el sueño me arrastrara consigo, Natalia estuvo estudiándome.
Examinó mis manos, mi rostro, e insistió en que me quitara el
calzado; decía que lo más importante eran los pies, y quería ver
cómo los tenía.
—Sí,
eres perfecta, y también… “Ty
ochen krasivaya…”
Como Natasha.
—¿Y eso
quiere decir…?
—Que eres
muy… muy… ¿Cómo se dice? ¡Guapa! Lo siento, los viejos
hábitos, ya sabes.
Lo último
que recuerdo de ella aquella noche, fue verla introduciendo una
tarjeta en un bolsillo de mi chaqueta de mezclilla y reclinar
atentamente el respaldo de mi asiento.
Me
desperté, con la luz del sol en la cara. Una voz sonaba por el
altoparlante. Ya nos disponíamos a aterrizar y debíamos abrocharnos
los cinturones. Fue cuando me percaté de que ella no estaba.
Después,
cuando el avión circulaba por la losa del aeropuerto, pregunté por
ella, describiéndosela a las azafatas, quienes se encogían de
hombros. La busqué entre la gente que descendía de la aeronave.
Pero fue inútil. Se había esfumado. Sólo me había quedado su
tarjeta, con la figurilla de un cisne plateado impresa, su número y
su nombre.
Después
del permiso de cuatro días, regresé a mis clases, a mi apartamento
compartido y a mi vida cotidiana. Y conseguí un bonito marco para mi
retrato favorito.
Varias
veces sostuve la tarjeta de Natalia entre mis dedos. Pero pensaba que
ella tal vez ya no se acordaba de mí. ¿A cuánta gente interesante
habría conocido en sus viajes?
Tras tres
semanas de regreso en Nueva York me vi obligada a visitar a un
terapeuta. Es que esa cosa fría estaba acechándome todas las
noches. Y buscaba estar constantemente acompañada para sentirme
segura. El doc me dijo que se trataba de culpas subconscientes,
gatilladas por la muerte de mi abuela, o algo así. Eso me molestó;
insinuaba que me estaba volviendo paranoica.
Una de esas
noches, al salir de la academia, estaba sintiendo ese frío otra vez.
Abrí mi paraguas, comenzaba a lloviznar. Y mientras caminaba por una
vereda de Broadway, noté que un automóvil me seguía a marcha
lenta. De reojo, vi que se trataba de una inmaculada limusina blanca.
Con el rocío de la noche, parecía un témpano flotando en la calle
de cristal.
Algún
degenerado con dinero, de seguro.
Metí la
mano en el bolso y aferré con fuerza el electrochoque entre mis
dedos, mientras mis ojos buscaban el uniforme de algún policía.
—
¿Adónde vas
con tanta prisa, Dorogaya?
—salió la dulce voz del interior del coche.
—Na…
Na… ¡Natalia!
Sí, era
ella.
El resto de
la noche fue como resbalar por un vertiginoso tobogán, fuera de todo
plan y rutina.
Б
2
El
emblema del cisne
Al
subir al coche, mi vida se transformó en una aventura. Me convertí
en el personaje de una novela, que a veces parece un cuento de hadas,
otras, uno de terror.
Pero,
no quiero adelantarme en mi historia.
—Debería
darte un tirón de orejas —dijo—. Te dejé mi tarjeta y no me has
querido llamar. ¿Crees que fue fácil encontrarte en esta ciudad de
locos?
—No
quise importunarte… No pensé que…
—Bueno,
no importa, ya estás aquí conmigo, Dorogaya.
Me
di cuenta de que estaba vestida como un hombre; llevaba un traje azul
marino, como un ejecutivo de Wall Street, gafas jack,
corbata de seda púrpura, guantes de cuero negro, gemelos de oro y,
por lo que pude ver, mocasines italianos. Tragué saliva.
La
iluminación era tenue, muy tenue, dentro del confortable habitáculo
de la limusina, de modo que los haces de Broadway se metían por los
cristales, derramando sus vivos colores sobre el zafirino tapiz de
terciopelo, y centelleando también en las gafas de Natalia, que
estaba sentada inmóvil frente a mí, observándome fijamente.
Empezó
a inquietarme.
—¿Eres
fotofóbica o algo así? —quise saber.
—¿Foto…
fóbica?
—Sí,
fotofóbica, tienes poca tolerancia a la luz. ¿Es eso? —hice un
ademán, señalando sus anteojos para el sol.
—Sí,
algo por el estilo.
—¿Y
adónde me llevas?, si puedo saber. No tengo la costumbre de subir a
un vehículo, sin conocer su destino. Además, mucho no te conozco…
—Pero
yo te conozco a ti muy bien. Sé que a los catorce fumabas a
escondidas en los baños de la escuela, que estabas enamorada del
Señor Spock y que de niña sufriste mucho con esos horribles frenos,
porque te gustaba el muchacho del correo. Pero, por sobre todo, el
golpe más duro fue la muerte de tu madre, ahogada en Long Beach. Si
no me equivoco, tú sólo tenías seis años. Después de eso,
regresaste a Inglaterra a vivir con tu abuela Tatiana. Sé que para
una nochebuena, una tía lejana te obsequió un joyero musical, con
la figurita de una bailarina de marfil, y volviste a todos locos,
dándole cuerda una y otra vez. Sé que has visto “Amor
sin barreras”
una docena de veces y que lloras como tonta en el final. Te encantan
los ravioles, y después de comer como una golosa, te metes en el
baño y devuelves todo; especialmente cuando las cosas han andado
mal. Y lo más importante, Megan, te gusta bailar. Te gusta, no
porque sea bonito; simplemente te gusta, porque cuando bailas, ¡eres
libre! Y el mundo, entonces, importa un pepino. Eres libre, y lo que
vale más, eres tú misma.
Me
quedé muda durante un largo rato, mientras el auto surcaba el puente
de Brooklyn. Ella se sentó a mi lado y me echó encima un abrigo de
gamuza. Parecía adivinar que sentía frío. Estaba muy cerca de mí,
lo que me provocaba una extraña sensación, algo que apenas había
percibido en el avión. Había algo como aséptico en ella, como si
su carne no fuera carne. Me parecía como una muñeca de porcelana,
animada por la varita de una bruja. Su cuerpo no emitía vibraciones
de vida, no irradiaba calor.
Tomó
mis cabellos y jugó con ellos entre sus dedos enguantados. Parecía
un niño curioso y extrañamente embelesado.
—No
tengas miedo —decía—. Soy rara, Megan, no sabes cuánto. A
veces, al despertar, me siento aterrada de volver a repetir las
mismas cosas que ya he hecho antes. Me amarga pensar que todo siempre
es lo mismo. ¿Me comprendes? Por eso, necesito estar constantemente
haciendo locuras sin sentido, que aunque suene paradójico, le dan
sentido a mi vida. Tú tienes tu danza, yo excéntricas costumbres,
que me ayudan a liberarme un poco. Pero ahora que te he encontrado,
todo será mejor.
—No…
No entiendo.
—Ya
entenderás. Sólo te pido algo, que, por favor, no me tengas miedo.
Habíamos
salido de la ciudad y el paisaje, de pronto, cambió drásticamente.
La arboleda se vestía de blanco, había comenzado a nevar. Natalia
abrió un poco la ventanilla y algunos copos entraron, empujados por
la brisa.
—Mira
Dorogaya
—dijo, sosteniendo uno en la palma de su mano—, esto es magia.
Ningún copo de nieve es igual a otro; si los observas a través de
un microscopio, verías lo diferentes que son, y no podrías decir
que el uno es más hermoso que el otro. Me encanta encontrar cosas
así, ¿a ti no?
—Mm…
—asentí, y me quedé contemplando aquella pepita de hielo, como
por espacio de un minuto.
Entonces,
ella la puso en mi mano, y al instante se derritió.
Natalia
se había apartado, ahora contemplaba el paisaje.
—La
nieve cae, tendiendo una alfombra blanca sobre la tierra; después
viene la primavera y el sol se la lleva al cielo. Luego de unos
meses, retorna el señor invierno y vuelve la nieve como en una
reencarnación, y así, una y otra vez, desde que el mundo es mundo y
hasta que todo termine, si tal cosa sucede. Qué bueno. Me gusta la
nieve. Pero ahora ya
ustala,
ochen
ustala.
Ya
hochu…
Y
así, siguió hablando en ruso, pero no importaba. Hacía un buen
rato que hablaba para sí misma, como si yo no estuviera; hasta que
finalmente se quedó callada.
La
carretera había quedado atrás. Ahora circulábamos por un camino
angosto, sin más iluminación que la de los focos del auto. Y
finalmente, la limusina se detuvo e iluminó el emblema de un
enrejado de hierro, un… cisne. Sí, eso era, con sus alas abiertas
y su largo cuello curvado.
—Llegamos
—dijo ella.
Entonces,
el portón se abrió electrónicamente.
Su
casa era una mansión de ingeniosa arquitectura futurista, de piedra,
aluminio y cristales cromados. No obstante, se apreciaban ciertas
formas góticas, que le daban un matiz imponente y lóbrego a la vez.
El
interior era como el de un gran edificio medieval, con las paredes de
piedra sin estucar. El piso era como el de una nueva cancha de
baloncesto, pero cubierto en gran parte por alfombras orientales de
impetuosos colores y exquisitos diseños. Toda la decoración era un
lujo descomunal y el despliegue del muy fino gusto de una reina. En
las espaciosas salas principales se distribuían una serie de
objetos, tales como estatuillas de mármol, bronce y oro, vitrinas
repletas de fina y antiquísima porcelana, pinturas de estilos
renacentistas y modernos, además de diversas antigüedades, como
espadas, brújulas náuticas, hélices de avión, viejos aparatos de
radio, máquinas fotográficas y un sinfín de cosas, que no podía
abarcar de una sola mirada. Eran muy diversos los objetos, pero lo
viejo se entrelazaba armoniosamente con lo nuevo. Gigantescas y
planas pantallas de televisión cubrían una que otra pared. Natalia
tenía un estéreo que era como para morirse y una colección de CD
sin precedentes.
—Y,
¿todo esto es tuyo? —pregunté.
—Bueno,
sí, esto y mucho más.
—¿Tuyo
y de quién más?
—De
nadie más.
—¿Y
tu familia? Tienes familia, ¿verdad?
Me
sentí un tanto arrepentida, al notar que esto la indisponía un
poco.
—No,
no tengo familia, Dorogaya,
lo último de ella fue una hermana que falleció hace poco. Pero no
te preocupes, ya la había perdido hace muchos años. Ella no quería
verme ni en pintura. Aunque, como te habrás dado cuenta —continuó
diciendo—, no estoy completamente sola, los chicos me dan un poco
de compañía —dijo, refiriéndose a su mayordomo inglés y a media
docena de guardaespaldas que custodiaban La guarida y a su dueña.
La
chimenea estaba encendida. En la mesa me esperaba una humeante fuente
de ravioles con salsa a la italiana, rodajas de pan de centeno,
bombones suizos y una buena botella de vino tinto chileno, 120.
Ella
no tocó alimento alguno. De pronto, estaba sentada a la mesa con una
copa de vino en la mano, diciéndome que tenía intenciones de
convertirse en algo así como mi madrina, que quería ayudarme en mi
carrera, que en esa academia sólo me enseñaban a competir y que
ella me enseñaría a ganar. Y de pronto, ya no estaba.
Me
dijo que me sintiera como en mi casa, pero yo nunca había tenido una
casa tan grande y tan lujosa, y aún no me sentía en tanta
confianza; así es que me quedé en un sillón frente al fuego.
¿Adónde había ido? Se hacía tarde y quería regresar a casa. La
compañera con quien compartía el departamento se preocuparía. El
mayordomo, muy amable, preguntó si algo se me ofrecía, que pidiera
lo que yo deseara, que sería un gusto complacerme. Yo le expliqué
la situación y que debía estar al siguiente día temprano en la
academia.
—Pero
señorita —dijo él—, ya hay una habitación lista para usted. Es
deseo de mi ama que se quede esta noche. ¿Sabe?, ella habla mucho de
usted…
Aquella
noche dormí entre sabanas de seda, en una enorme cama con dosel. Me
sentí como una princesa. La habitación era digna de la casa,
también tenía su propio hogar encendido y un bien logrado mural,
con un par de cisnes retozando en un lago. En una pared contigua,
estaba esa magnífica reproducción de La
Monalisa,
que parecía ser la obra auténtica, y frente a mí, otra de esas
pantallas gigantes, inclinada un tanto hacia abajo, para efectos de
comodidad. En cuanto al mobiliario, éste no tenía nada que
envidiarle al de los salones de Versalles.
Cuando
ya me hube metido en la cama, la pantalla se encendió.
—¿Kak
dela
Dorogaya
Megan? —era Natalia en la pantalla—. ¿Estás a gusto? Ésta es
una grabación, al término de la cual, aparecerá en pantalla un
listado con tus películas favoritas. En caso de que desees ver una,
marca la preferencia con el control remoto que está en el velador, a
tu derecha, sino, marca la opción F (ninguna de las anteriores). Hay
un reloj-alarma electrónico listo para despertarte a las 06:30. La
puerta del baño es esa que parece un espejo de cuerpo entero. Tu
desayuno estará listo a las 06:45, y la limusina aguardará por ti,
a contar de las 07:15, en la puerta principal. Eso es todo, por
ahora. Espero hayas disfrutado la velada. Yo deseo seguir disfrutando
de tu compañía. Recuerda que estás en tu casa. Espero que duermas
como un bebé y que tengas unos muy felices sueños, Dorogaya.
Dobry
vecher.
¿Por
qué Natalia tenía que recordarme tanto a la abuela? “Dorogaya”,
así me llamaba ella… “Dorogaya”:
“Querida”. Si tan sólo me hubiera puesto a atar cabos, habría
tenido la respuesta. Pero no, tal respuesta era demasiado
descabellada.
Tuve
un sueño rarísimo: un sonido. Algo que se quebraba una y otra vez.
Y envuelta en una bata de seda, abrí las ventanas de par en par. La
nieve había cesado de caer, pero, entre las nubes, la luna iluminaba
el manto de plata que había dejado sobre las colinas. El aire de la
noche era helado, pero me sabía tan refrescante. Y allí estaba ese
sonido. Estallidos de losa contra el húmedo empedrado del patio
central. Pero, ¿de dónde venía aquello? Y al alzar la vista, la
vi. Era como un ángel vestido de tul. ¿Era Natalia? Estaba de pie,
sobre la parte más alta del moderno castillo de cristal. Tenía bajo
un brazo una pila de platos, esos de porcelana fina, y los lanzaba de
a uno hacia el vacío, haciendo ademán de escuchar con atención en
el momento en que éstos se hacían trizas en el suelo, provocando
que dos guardias se apartaran de las inmaculadas esquirlas. A ella le
parecía divertido. Sus pies descalzos apenas tocaban el suelo.
Parecía flotar.
De
súbito, algo me despertó. La alarma del reloj, eran las 06:35.
Entonces, la pantalla se encendió.
—Buenos
días, Megan —me decía Natalia otra vez—. Ésta es otra
grabación. Espero que hayas dormido bien, pues hoy te espera un
bonito 7 de octubre de 1989. ¡Caramba! Cómo pasa el tiempo,
¿verdad? Pero aún eres joven y hermosa, y tienes un gran día por
delante, así que Carpe
Diem
(Aprovecha el día). Pero, Megan, no te quedes allí mirándome, y al
agua, perezosa.
Después,
me la encontré en la pantalla del comedor, y mientras desayunaba, me
daba desde el onomástico al reporte del clima. También, en el auto,
me esperaba una pantalla de televisión encendida.
—¡Ah!,
Dorogaya,
se me olvidaba, tengo entradas para Madame
Butterfly,
para esta noche. Pero, antes de eso, quiero que vayamos a tu
departamento a buscar algunas cosas. Quiero que vengas a vivir
conmigo. Así ya no tendrás que pagar alquiler. De ahora en
adelante, yo me ocupare de ti, y tú, de nada tendrás que
preocuparte, sólo de hacer lo que te gusta, ¿de acuerdo?
Me
hubiera gustado objetar algo, pero no sabía cómo decirle que no.
Y
así fue como viví mi primera noche en el mundo de los sueños. Y al
salir de clases, me encontré con que Natalia me estaba esperando.
Estaba estupenda, con un vestido de gamuza escotado y botas hasta las
rodillas. Aguardaba recostada contra el costado de un Ferrari Modena
rojo. Me miró y sonrió.
—Nos
vamos —dijo.
El
resto de la noche se hizo según sus planes. Primero fuimos a mi
apartamento a recoger mis más preciadas pertenencias; después al
salón de belleza, luego a la boutique,
y cuando por fin hube quedado peinada y vestida como para los casinos
de Mónaco, fuimos a la función nocturna de la ópera.
En
el palco, ella no dejaba de observarme, poniendo gran interés en los
momentos en los que yo me emocionaba.
—¿Por
qué lloras, Dorogaya?
—Es
que es tan hermoso y tan triste. ¿No sientes igual?
—Net.
—Pues,
qué rara eres.
—¿Por
qué es tan importante para ti sentir? —preguntaba, mientras que
con un dedo forrado en seda capturaba una lágrima de mi mejilla.
—No
lo sé, supongo que porque estoy viva… Pero qué preguntas haces,
pareces un extraterrestre.
Y
se comportaba como uno, oliendo mi lágrima entre sus dedos como si
fuera un perfume francés.
—Megan,
te envidio —agregó.
No
volvería a la academia. Natalia ya había organizado el resto de mi
vida. Quise decirle que se estaba tomando atribuciones que no le
correspondían, que todo el dinero del mundo no le daba el derecho de
hacer conmigo lo que le viniera en gana. Pero era tan difícil. Ella
me hablaba y yo quedaba completamente hechizada, ¡dominada!
Después
de todo, cedí a sus deseos. Pues, al cabo de unos pocos días,
tomaba clases personalizadas con una Madame
que Natalia había hecho traer de París, y que era muy exigente,
pero era porque esperaba mucho de mí. Y, además, tenía un salón
de la casa para mí solita, con barras, espejos y el piso óptimo
para la disciplina.
Era
como Natalia decía: no tenía que preocuparme por nada que no fuera
la danza. En la cocina se preparaban suculentos platillos para mí.
Elmer, el mayordomo, tenía órdenes de vigilar estrictamente mi
dieta, preocupado de que mi alimentación fuera balanceada y
substanciosa. En cuanto a mi ropa, ella no me había dejado traer
mucha, pues, además de comprar medio Tiffany’s, hizo traer a Oscar
de la Renta, Giorgio Armani y a Versache, para que diseñaran ropa
bonita para mí. Pero a ella no le bastaba que tuviera un envidiable
guardarropa del tamaño de una habitación, no, además debía tener
joyas y accesorios, y debía ser orfebrería de oro: collares y
pendientes de diamantes, zafiros, esmeraldas, rubíes. Una fortuna en
joyería.
—¡Pero
Natalia, yo no puedo aceptar estos regalos!
—¿Y
por qué no?
—¿Acaso
eres traficante de armas o algo parecido?
—Es
sólo que hago buenos negocios. Y tengo todo el dinero para gastar en
lo que me plazca, y tú, Dorogaya,
te has convertido en mi pasatiempo favorito.
—¿Y
cuando dejé de serlo?
—Eso
nunca ocurrirá, porque tú eres mi sol.
Así
era mi vida en la mansión. Rodeada de lujos y sin preocupaciones.
Después de mis sesiones con la Madame,
nadaba en la gran piscina temperada, o me daba baños de espuma, en
una no menos grandiosa tina de mármol italiano. Todo mi cuarto de
baño era de mármol y las llaves del agua de oro. Me sentía como
una patricia romana.
Para
después, tenía cremas y perfumes exóticos, muchos de los cuales no
conocía ni por el nombre. Mi vida era la de una princesa, a veces
con exageración. Si hasta mi ropa íntima salía de la lavandería
oliendo a rosas.
Pero
al poco tiempo, comencé a darme cuenta de cosas extrañas.
Una
tarde, por accidente, descubrí una puerta oculta en la biblioteca;
la puerta de un corredor secreto, que conducía a una sala de estar
muy peculiar, pues en ella estaba todo al revés: la alfombra, los
sillones, el mobiliario, todo estaba bien dispuesto en el cielo raso.
Me sentí extraña caminando alrededor de la araña, que, por así
decirlo, pendía a la inversa, como un arbolito de bronce y cristal.
Me sentí insecto. Sin embargo, al mirar por una ventana el mundo
allá afuera, supe que no era yo la que estaba invertida.
Ni
Doroty, ni Alicia podrían sentirse como me sentía yo en este
fascinante país de las maravillas; y el centro de todo este universo
era ella, la extraña, la que aparecía y desaparecía, como por arte
de magia; la que salía por las noches en su negra motocicleta de
carreras, cual Batichica a la caza de villanos. Ella, que esquiaba en
las colinas bajo el claro de luna. La amante de la noche. Nunca la
había visto a la luz del sol, siéndole infiel a la luna. En el día,
sólo se me aparecía en video-grabaciones, para saludarme,
proponerme o notificarme algo, o simplemente, hacerse presente.
A
veces pasaban días y días sin que supiera de ella. Por lo visto,
estaba muy ocupada, aunque no sabía en qué. De pronto, aparecía,
charlábamos un rato y se iba como había llegado.
Me
preocupaba que fuera a estar metida en algo ilegal: armas, drogas,
¡espionaje!
Sin
embargo, esta posibilidad excitaba mi imaginación. Me gustaba creer
que Natalia era agente doble; una moderna Matahari, y que andaba
metida en algo peligroso, o que tenía tratos con la mafia. ¿Cómo
se explicaba tanta seguridad en torno a la casa? ¿Y de dónde salía
tanto dinero? Ella me gustaba, sí, deseaba ser como ella.
Me
encantaba el sonido de su voz, suave, dulce y profundo. Oírla me
serenaba, pero a la vez, hacía vibrar cada una de mis partículas,
provocándome algo como… placer. Y la forma en que se movía, con
la elegancia y la finura de una gata siamesa, como si el sutil roce
del aire la acariciara constantemente, provocándole una reiterada y
erótica delicia, la que no se preocupaba por ocultar, cómo si
viviera con sus sentidos siempre hipersensibles y dispuestos en un
preámbulo sexual, lista para hacer el amor con los elementos que la
rodeaban.
Era
sensual, muy sensual, pero nunca vulgar. Eso nunca. Era una dama, muy
educada y dada a las buenas costumbres. Pero esto formaba una parte
no menos importante de su atractivo; la hacía parecer una delicada y
joven ninfa virgen. Deseable, apetitosa y difícil de poseer. Ahora
que lo pienso, nadie podía poseerla, mucho menos si ella no se
entregaba. Más bien, era ella quien dominaba y poseía. Y el mundo
podía arrodillarse a sus pies. Pero no, el mundo no. El mundo era
basura, ¿para qué podría quererlo? ¡Mejor que me poseyera a mí!
No
podía creerlo. ¡Dios! Cuánto la extrañaba cuando no estaba; es
que su presencia me llenaba de tal felicidad. Sus palabras eran como
una droga, un vicio. Yo quería ser suya, suya, y de nadie más.
¡No
podía ser! ¿Es que me estaba enamorando de una mujer?
Lo
cierto es que ella producía en mí un influjo hipnótico tan
delicioso, y su presencia era tan balsámica y dominante a la vez,
que no habría necesitado decir una sola palabra para llevarme de la
mano hasta su cama y hacerme lo que quisiese. Yo no me habría podido
resistir. Es que podía sentir como su proximidad desnudaba mi alma.
Sentía
miedo de lo que me pasaba, pero, a la vez, la deseaba. Sólo
necesitaba sentir su piel. Sentir sus caricias recorrerme, sin esos
odiosos guantes. Pero éstas no eran sus intenciones. Natalia era un
fruto prohibido.
Una
noche, después de tanto esperar a que me tomara, fui yo quien cedí
a la tentación. Pasé mi diestra por su mejilla y…
—¡No
me toques! —dijo, apartando de súbito mi mano de su cara.
—¡Estás
fría! —exclamé, asustada—. ¡Fría como el hielo!
—Claro
que estoy fría, acabo de llegar y afuera el aire está helado.
—Sólo
quería mostrarte mi afecto.
—Yo
no necesito afecto.
Me
sentí triste por su reacción, pero aquella noche, antes de
entregarme a los sueños, medité en el hecho. No estaba arrepentida,
había sentido una piel extremada e incomprensiblemente fría, pero
también había sentido una textura tan suave y exquisita, ni
siquiera el pétalo de una rosa se le comparaba. Sólo unas décimas
de segundo me habían bastado para poderla disfrutar eternamente. La
sensación había quedado conmigo, impregnada en mi recuerdo, aunque,
por otra parte, me llenaba de dudas y preguntas. “Soy rara, Megan,
no sabes cuánto”. Pero no, eso a mí no me importaba. Ella me
gustaba.
Ella
me gustaba, y yo quería ser como ella. Y como físicamente no éramos
muy distintas, comencé a vestirme como ella, a peinarme como ella, a
imitarla. Y una noche, encantada con mi nueva afición, accedió a
prestarme algo de su propia ropa.
—Toma
lo que quieras —dijo—, es tuyo.
Era
como una necesidad sentir en mi piel lo que había estado tan en
contacto con la suya, sentir esas medias, esos encajes, esos góticos
vestidos de cuero y terciopelo. Fue como magia, como si algo de ella
pasara a mí. Y me sentí poderosa.
Y
recorrí la casa calzando sus botas de charol. Era la nueva reina del
castillo. Pero mi obsesión por ella no lograba calmarse con modos y
fetiches, además, aún no sabía quién era ella.
Entonces,
fui esclava de mi curiosidad, y como una audaz exploradora, me lancé
en busca de otros secretos pasajes que me condujeran a respuestas.
Aquel también era mi reino y lo desentrañaría hasta la última
maravilla.
Encontré
una serie de estos corredores, que durante mucho tiempo me llevaron,
frustrada, a salas y habitaciones conocidas, incluyendo a mi
dormitorio. Pero, finalmente, un día, después de muchos
infructuosos intentos, descubrí esa escalera de caracol, que
descendía bajo tierra decenas de metros. Una escalera de granito,
que giraba en una estrecha circunferencia, hacia lo que debía ser el
corazón de tanto misterio. Sí, titubeé un poco, la iluminación
era tenue; cada tres vueltas había una lámpara de neón fija a la
pared, derramando su suave luz en la fría piedra sin pulir.
De
allí abajo venía una corriente de aire helado y un rumor de aguas.
¿Qué había ahí? Debía averiguarlo.
Seguí
avanzando, y la brisa fría se intensificaba a cada paso que daba. No
había más sonido que el que hacían mis tacones, el vibrar de los
conductores eléctricos y ese sonido de agua corriendo, allá
adelante, donde la luz aumentaba. Pero, si ponía atención,
detectaría un sonido más, el de mi corazón, que latía fuerte, por
no saber en dónde me estaba metiendo.
Y
al final de un corredor, descubrí atónita algo tan extraordinario,
que superó todas mis expectativas. Era una gruta enorme, iluminada
por centenares de apliques y su resplandor en las aguas de un río.
Sí, eso era, ¡un río! Un río subterráneo, que ocupaba la mayor
parte de la superficie, ensanchándose y transformándose en un lago
esmeraldino y profundo. Aquellas aguas cristalinas, de seguro,
provenían de las entrañas de los Apalaches.
Una
inteligencia había pasado por aquí. Un férreo espíritu, de gustos
ambiciosos e imaginación desbordada. Unas manos pacientes y
meticulosas, que habían forjado todo un mundo subterráneo; un mundo
de luz y esplendor.
Estaba
de pie en un embarcadero de mármol. A mis pies, se balanceaba
cadenciosa, una verdadera góndola veneciana.
Algunas
regiones planas en las paredes de la caverna habían sido
ornamentadas con vivas pinturas murales de lugares exóticos, lugares
que se encontraban sólo en el viejo mundo y oriente.
Yo
necesitaba ver todo más de cerca. Ya había llegado hasta aquí, no
había marcha atrás. Abordé la góndola y desaté su amarra. Y
sirviéndome de una larga vara, empujé la embarcación río arriba.
La corriente no era tan fuerte.
Hacía
frío, en las orillas eran notorios los rastros de escarcha. Pero no
importaba el frío, quería ver más de cerca esas pinturas
superrealistas. Parecían fotografías. Quien las hubiera hecho,
habría invertido años en crear semejantes obras. Y caí en la
cuenta de que se trataba de una especie de galería privada. Pero
sólo comenzaba apenas a descubrir qué era lo que estaba ante mis
ojos.
En
el centro mismo del lago, se erguía, sobre un islote artificial, un
bello monumento de cristal, una construcción magnífica. Bregué
hacia allí pues, y noté como aumentaba el frío a medida que me
acercaba y como la luz se volvía cada vez más suave al alejarme de
la orilla. Pero ese frío no era un frío común, me era un tanto
familiar.
El
monumento era una especie de templo. Era realmente magnífico como la
luz se traslucía y reflejaba en sus formas y relieves. Su
arquitectura era una armoniosa mezcla del arte indostanés,
grecorromano y ruso. También estaba provisto de un embarcadero con
otra góndola aparcada.
Antes
de pisar suelo firme, tuve mi primera sospecha de lo que era aquello.
Até
la barca junto a la otra. No, eso no era cristal, pero lo parecía.
Al
subir, entonces, el tramo de escalones, mis sospechas quedaron
confirmadas. Aquello era un mausoleo, y yo me encontraba contemplando
el blanco y vidrioso féretro que ocupaba el centro de la cámara
mortuoria. ¡Era hielo! Una tumba hecha completamente de hielo; era
hielo el suelo que pisaba, tan liso y bruñido, como un estanque
imperturbable. Pero me acerqué, me acerqué aún más al sarcófago.
Y allí estaba, muy bien delineado sobre la tapa, el emblema; el
mismo del portón, el que estaba hecho de cromo en el frente de todos
los autos, y que estaba en los cubiertos y en casi todos los
utensilios y objetos de la casa. El emblema del cisne. ¿Dónde lo
había visto antes, cuando sólo era una niña? ¿Dónde?
“¿Y
tú? ¿Quién eres tú? ¿Quién duerme su sueño eterno en un
féretro de hielo?”, escuché decir a mis pensamientos. Luego vagó
mi mirada.
Flores,
ramos de flores, dalias, lirios y rosas, de ¡hielo!, reposando
tranquilas en sus fríos recipientes. Pero, ¿quién podría crear
obras semejantes? Era demasiado íntimo, demasiado privado. No, yo no
debía estar allí.
Bajé
rápidamente los escalones, abordé la góndola y me fui tan deprisa
como pude. El corazón me latía rápido. Sin darme cuenta, me había
aproximado a la orilla opuesta, pero no me importaba más que
alejarme de esa tumba. Y allí había otros murales, a los que no
presté atención, hasta que de pronto quedé con la boca abierta, al
toparme con el retrato de alguien que yo conocía.
Esas
trenzas, esas pecas, y ese uniforme de colegio inglés, eran tan
inconfundibles, y esa mirada despreocupada. La niña llevaba una
media comida barra de chocolate en la mano, y tenía como doce años.
Y no tenía grandes preocupaciones, sólo sueños y esperanzas. La
conocía bien.
Y
abajo, en una esquina, con pintura roja el nombre de la niña: Megan.
Y
Megan estaba retratada prolijamente en media docena de pinturas. Con
mi muñeca Angelina, con un gorro de cumpleaños, en un puente del
Támesis, y en mi primera clase de danza también había sido
retratada. Pero, ¿por quién? ¿Y por qué?
Salí
de la gruta, con más preguntas que respuestas.
Miré
el reloj, Madame
Babette debía estar furiosa, pero no importaba eso ahora.
Aquella
noche se desató una tormenta. Jamás olvidaré esa tormenta.
La
casa estaba silenciosa, y como siempre en el gran salón, el hogar
flameaba, esculpiendo con sus destellos danzantes formas sombrías.
Y
ahí estaba ella, quieta y distante, como si no estuviera viva.
Quieta y hermosa, como el ídolo de una Driade pagana. Su mirada
reposaba imperturbable entre las llamas. Parecía una sacerdotisa
celta con ese vestido de blanco algodón. No llevaba gafas ni
guantes. Y me produjo un sobresalto, estaba como en mis sueños.
Siempre se aparecía en mis sueños; sueños extraños esos. ¿No
estaría soñando ahora?
Yo
entretejía en mi mente fórmulas arcaicas y bizarras estrategias
para comenzar a preguntar, un pesado bulto de “porqués” que ya
no podían esperar.
—Así
que bajaste a la gruta —ella disparó primero, sin romper su
contemplativo estado, sorprendiendo a mi sigilosa prudencia—. Y
supongo que quieres saber quién soy.
—Sé…
sé quién eres —dije.
—Ah,
¿si? ¿Y qué piensas de mí, entonces?
—Que
eres una joven solitaria, libre, aventurera, bella, culta y
adinerada; y yo te admiro. Pero estás sola, terriblemente sola, y
temes mostrarte cómo eres en realidad. Te escondes tras una
apariencia vacía. Te escondes de ti misma, y es la razón lo que
desconozco, el porqué. Y quiero saber, ¿qué tengo que ver yo en
todo esto?
—Dije
que eras perceptiva, pero no exageres.
—Eres
tan hermosa, que seguro has de tener un océano de pretendientes,
pero a ninguno quieres. A nadie dejas entrar en tu corazón. Ni
siquiera yo puedo —dije, con la mayor diplomacia que pude, y ella
esbozó una sarcástica sonrisa.
En
ese momento sentí ese terrible frío otra vez; el fuego apenas me
calentaba.
—¿De
qué sirven todas las riquezas del mundo… —continué—, si no
tienes amor?
—¿Amor?
Yo no necesito amor, y tú deberías dejar de ver esas estúpidas
telenovelas. Amor.
—Tú,
¿me quieres o es que sólo soy otro de tus raros caprichos? Tu
muñeca bailarina.
—¿Y
si fuera así, qué? ¿Acaso no vives como una reina? Te doy todo lo
que deseas.
—La
verdad es que necesitas de mí, porque eres una pobre niña rica,
sola y sin cariño.
—¡Calla,
no sigas! ¡Basta!
—No,
no basta. Natalia, yo te quiero, por favor, déjame entrar en tu
mundo.
Ella
aún no apartaba la mirada del fuego, como si comunicarse conmigo
fuera una molestia. Su cabello era único, resplandecía como si
estuviera vivo, como si fuera una llamarada de cristal. Y su piel
parecía de porcelana; era tan blanca.
Afuera,
los rayos y truenos expoliaban la tierra, y la luz violenta
centelleaba en las ventanas.
—Sabía
que bajarías allí. No he querido apurar los acontecimientos. Sabía
que esta noche llegaría, pero admito que no conozco una forma
adecuada para decirte…
—¡Qué!
—Esas
imágenes allá abajo, son un álbum fotográfico. Son un grupo de
imágenes que quedaron en mi mente. Son la historia de una vida, que
no sé si fue verdad. Son piezas de un rompecabezas que trato de
armar, y tú eres una pieza importante, Megan.
—¿Por
qué?
—Porque
eres una Velyevskaya. La Velyevskaya que yo necesito.
—¿De
quién es esa tumba? —pregunté, apartándome, presintiendo y
comenzando a comprender: Velyevskaya, el cisne y…
Al
parecer, la tormenta se había intensificado.
—Esa
es la tumba de tu diosa desaparecida: Natasha Velyevskaya, la
bailarina maldita.
—¡¿Ella
está aquí, en ese féretro de hielo?!
Natalia
se volvió y me miró.
Se
me heló la sangre. ¡Esos ojos! Ojos penetrantes, fríos e
inhumanos, de cromadas pupilas luminiscentes.
¡Eran
los ojos del fantasma aquel! Ojos fascinantes.
—No,
Dorogaya,
—dijo, con una voz espectral—, a estas horas los vampiros no
duermen. Natasha Velyevskaya soy yo.